Las personas que sufren un problema de identidad de género, también denominado disforia de género, experimentan un profundo sufrimiento existencial. No merecen condena ni reproche, más bien son dignos de nuestra atención y nuestro respeto, pero eso es demasiado poco: también de nuestro amor fraterno y caritativo, de nuestra atención como amigos desinteresados.
La persona que sufre este trastorno vive un conflicto interior entre la autopercepción de su identidad (la llamada identidad de género) y su sexo biológico. Por ejemplo, se siente mujer atrapada (o, como suelen decir, “aprisionada”) en un cuerpo de hombre (un caso por cada 10.000 hombres), o bien se siente hombre atrapado en un cuerpo de mujer (un caso por cada 30.000 mujeres). El trastorno consiste, pues, en un impulso psicológico de pertenecer al sexo opuesto al genético, endocrino, fenotípico y (obviamente) también civil.
Recuerdo tres de los criterios diagnósticos:
1) Una fuerte y persistente identificación con el sexo contrario (no solo el deseo de alguna supuesta ventaja cultural que se deriva de la pertenencia al sexo contrario); si se trata de un adulto con disforia de género, experimenta molestia, incomodidad y sufrimiento cuando los demás le consideran miembro de su sexo biológico o cuando se debe comportar socialmente como tal.
2) Desea librarse de sus características sexuales primarias y secundarias, y por ejemplo solicita la administración de hormonas, o intervenciones quirúrgicas u otros procedimientos para alterar físicamente sus características sexuales con la finalidad de asumir el aspecto de un miembro del sexo contrario.
3) Convencimiento de haber nacido en el sexo equivocado; por eso utiliza expresiones como “atrapado” o “aprisionado”.
Hay que añadir que este trastorno no es concomitante con una condición física intersexual o con una ambigüedad de tipo genital.
El trastorno causa un malestar clínicamente significativo o compromete el ámbito social o laboral u otros ámbitos importantes. El malestar puede llegar hasta la esquizofrenia y a intentos de suicidio, y con frecuencia evoluciona hacia el delirio.
Sobre la aparición de este trastorno en la pubertad y adolescencia, el 16 de agosto de 2018 Lisa Littman, investigadora de la Brown University School of Public Health [Escuela Universitaria Brown de Salud Pública], publicó en Plos One el que ha sido elogiado como “el primer estudio serio sobre la disforia de género de aparición rápida [rapid-onset gender dysphoria, ROGD]”, una disforia de género que aparece repentinamente en chicos y chicas durante la pubertad o a su conclusión, sin previo aviso y, por tanto -va de suyo- más por razones culturales que innatas y biológicas.
No es casualidad que, en su estudio, Lisa Littman haya encontrado que, entre los menores “convertidos en transgénero”, el 62% presentaba también un diagnóstico de trastorno psicológico y el 48% había visto que su disforia de género venía precedida por hechos traumáticos o estresantes como episodios de acoso escolar, violencia sexual y el divorcio de los padres.
…y una respuesta fisiológica
Desde hace algunos años, el protocolo de tratamiento consiste en tratamiento hormonal, cirugía corporal y asunción de los estereotipos de comportamiento del sexo al que se querría pertenecer. Si la persona con trastorno de disforia de género es prepúber, el tratamiento hormonal consiste en la administración de triptorelina, que reduce la secreción hipofisaria de las gonadotropinas y de esta forma bloquea el desarrollo de la pubertad fisiológica, que supone una fuente de gran sufrimiento.
El criterio antropológico y moral
Este tema nos sugiere reflexionar sobre la visión antropológica de la sexualidad, y por consiguiente del ser hombre y ser mujer: yo soy mi cuerpo; no es verdad decir “yo tengo cuerpo”.
El cuerpo me constituye, es decir, contribuye a mi identificación de forma constitutiva e irrenunciable, y no es algo provisional, accidental o modificable a capricho, ni es un aspecto formal y exterior. La medicina está llamada a respetar la corporalidad, y no a arrogarse el derecho a manipular el cuerpo. La primera terapia es el respeto del cuerpo y de su integridad, porque -repito- mi cuerpo soy yo.
A la luz de estos principios de racionalidad práctica, el “cambio” de sexo jamás es lícito. Pero, además, para quien es creyente recuerdo lo que enseña el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et Spes (n. 14): la persona humana es “corpore et anima unus[unidad de cuerpo y alma]”, esto es, un todo inescindible de cuerpo y alma. Por tanto estoy convencido de que aceptar la práctica de la destrucción de órganos sanos y de la construcción de un “disfraz” de órganos del sexo contrario, contradice cuanto la Iglesia enseña y cree sobre la unidad de la persona humana.
Aceptar realización de la “reasignación” del sexo significa admitir que la persona humana no es una unidad, sino que es solo alma, o mejor, un simple percepción de sí misma, un haz de emociones o percepciones, y que el cuerpo no es portador de sentido alguno.
Creo que la solución humanamente adecuada a este tema puede encontrarse en el amor y en la obediencia. En la obediencia a Dios Creador y al dato-criatura que es toda mi persona, alma y cuerpo. Obediencia deriva de ob-audire, es decir, escuchar: implica saber escuchar todo lo que nos manifiesta nuestra dimensión corporal. En el amor que comienza con la aceptación y termina con la gratitud al mismo Creador.
Origen: La claridad de un teólogo: si el hombre «es» cuerpo y alma, nunca es lícito «cambiar» el sexo – ReL